La infección y contagio
de identidades, divide y multiplica a su antojo, abre la cadena para
luego estrangularla en una única identidad: en la del abstracto
pensador, aturdidos ante la imposibilidad de estancarnos en una sola
personalidad, dándonos cuenta que somos de todo y de nada
simultáneamente, que lo que nos rodea, esas afecciones, tienen nombre y
rostro en nuestra cabeza, pero no las podemos ver con claridad.
De lo terrenal e intrascendental a lo efímero y constante, del dulce tacto al sonido borroso de
olores aparentemente olvidados. Sentidos opuestos que nos llevan a
recuerdos comprometidos con su forma natural y otros que por su nitidez
sesean como serpientes en la memoria, confundiendo y definiendo al
unísono.
Una
compleja arca donde guardamos todos los rostros e identidades que
queremos salvar del tortuoso naufragio memorial en las costas del
impetuoso paso del tiempo. Un lugar desprovisto de espacio real, donde
a su vez entran miles de miradas distintas sobre un mismo esquema, de
las cuales nubladamente rescatamos alguna de vez en cuando.
Es
la memoria como un edificio infinito, que recorremos de arriba a bajo
buscando conexiones indescifrables para nuestro yo racional,
sentándonos exhaustos de tanto en tanto en el umbral de lo onírico para
recapacitar acerca de lo que una vez quisimos encontrar y ahora tenemos
enfrente.